martes, 6 de agosto de 2013

Maxibon


Mirar el calendario ha hecho que se nos pongan los pelos de punta. 6 de agosto. No es la fecha de ninguna guerra mundial ni el aniversario de ninguna estrella de rock. Significa que hemos sobrepasado el ecuador de nuestra estancia en tierras chapinas. El tiempo vuela, y nuestro verano se acaba. Bajón.
Pero bueno, mientras tanto la vida acá sigue y Guatemala nunca deja de sorprendernos. Y para sorpresas el monitoreo llevado a cabo por la Demi Central el lunes de buena matina. No entraremos en detalles sobre tal inesperado y desagradable acontecimiento, puesto que no creo que éste sea el momento ni el lugar. Pero lo cierto es que tal monitoreo marcó el rumbo del resto de la semana en la Defensoría, semana que me atrevo a calificar de diferente e intensa, y que ha hecho que nuestro apoyo a Lola y a Lucinda sea más contundente que nunca.

Pero después de la tormenta siempre llega la calma, y varias buenas noticias llegaron a la Demi los últimos días de la semana. Un juez que ofrece más fianza de la solicitada y una audiencia ganada por Lucinda, por fin algo bueno.

Llega el jueves, y nuestra agenda marca lo siguiente: Ir a procurar. Y es que aquí la figura del procurador, abogado y notario se funden en una misma persona, por lo que, echándole una mano a nuestra apreciada abogada, Manu, Juls y yo agarramos números de expediente y nos dirigimos al complejo de justicia. “Yo creo que en media horita lo tenemos todo”. Seré ilusa. Tras muchas escaleras arriba, muchas escaleras abajo, varios cambios de edificio y varias “medias horitas”, no sólo conseguimos hacernos amigos de los guardias de seguridad del complejo, sino que también logramos terminar la labor que se nos tenía encomendada (por lo menos parte de ella).

Y bueno, al final llegó el viernes, y con él una nueva aventura chicken bus. En realidad, nada que ver con la del fin de semana pasado, mucho más cómoda y tranquila (Juls ya está deseando tener que marchar otra vez sólo por subir en uno, dice que los echará de menos; no entiendo nada). Otra vez quedamos con los chicos de Chiquimula en Cuatro Caminos, que esta vez venían acompañados de una Rosa triste por la reciente y misteriosa pérdida (dejémoslo en pérdida) de su libro. De ahí, a La Cuchilla, luego a Sololá y, finalmente, a Pana. Y os preguntaréis, ¿otra vez?. Resulta que ESADE había decidido organizar un encuentro esadino en semejante paraíso, por lo que allí fuimos, a reunirnos con nuestros compañeros de El Salvador y México, cargados de apasionantes historias que contar.

La primera noche, siguiendo los deseos de Rosa y Víctor, decidimos darnos el lujo de ir a cenar al famoso Uruguayo. Y es que el pollo con arroz, presente en todos y cada uno de nuestros días en Huehue, tenía que dejar paso, al menos por un día, a una deliciosa parrillada uruguaya, precedida de unos apetecibles nachos con guacamole que Robert y Víctor no pudieron evitar hurtar a los comensales del fondo de la mesa. Una vez con el estómago lleno y satisfecho, decidimos, como buenos veteranos, dirigirnos a seguir llenándolo de otro producto de composición bien distinta. Sí, era el momento de ron de la casa a 10 quetzales (1€). ¡Cómo nos va a doler pagar 12€ por una copa a la vuelta! Durísimo. El resto de la noche transcurrió según lo previsto: risas varias. Los bares en los que Ari estaba más en su salsa que nunca cerraron otra vez a la 1am, por lo que no tuvimos más remedio que continuar con las risas en nuestro acogedor hotel. Pero a medida que la noche transcurría los integrantes de la familia se iban retirando a sus aposentos, por lo que al final quedamos los miembros de un ilustrísimo y selecto grupo, que ya goza de nombre oficial. Me llena de orgullo y satisfacción presentar en sociedad la existencia de un grupo que pasará a la historia como el club de los petaos, un club que nada tiene que envidiar a los masones, a Los Cinco, o al club de los poetas muertos, y cuyos honorables miembros deben permanecer en el más profundo de los anonimatos.

Pasaron las horas y la cena del uruguayo quedaba demasiado lejana. Lo ideal hubiera sido encontrar un Bopan a la vuelta de la esquina y devorar un trozo de pizza o cualquier tipo de bocadillo. Pero lamentablemente no fue así, y lo único que había a pocos metros del hotel era un chiringuito ofreciendo no sé muy bien el qué. El valiente de Pepe optó por hacer caso omiso a nuestras sospechas acerca del origen de la carne y decidió ordenar una ración de lo que fuera y saciar su hambre de una vez por todas. Pobre Pepe, pensé en ese momento. Pobre de mí, pensé horas más tarde. ¿Serían los dos nachos que le cogí a Pep los causantes de mis problemas? Quién sabe…

Al día siguiente, empezaba el reencuentro oficial. Bajo un sol abrasador (pero sin rascacielos del cielo de Nueva York), y a una velocidad bastante alejada de la que nos tienen acostumbradas los medios de transporte guatemaltecos, un barco privado nos llevó a conocer Santiago, uno de los pueblecitos a orillas del lago que nos faltaban por conocer. La verdad es que se trataría de un pueblo sin demasiado encanto, si no fuera por el famoso San Simón (Maxibon, maxsimón y derivados), una figura de un tipo de lo más extraño, envuelta de numerosas corbatas y rodeada de velas de todos los colores y olores habidos y por haber, ante el cual pedimos amor, trabajo, salud y todo lo que os podáis imaginar por el módico precio de un par de quetzales. Tras ser rociadas por una especie de botafumeiro que dejó en nuestra ropa un desagradable olor a incienso, reanudamos nuestro camino por alta mar (por decir algo) rumbo hacia un idílico hotel cuyo nombre no puedo acordarme. Una piscina que supo a gloria, un cangrejo extraviado, una comida con unas vistas impresionantes y una Tatiana sin pelos en la lengua marcaron la agradable tarde del sábado.
Lago Atitlán

Me gustaría poder contar diferentes aventuras sobre la noche del sábado, pero un terrible dolor de barriga, que me he atrevido a diagnosticar como gastritis me obligó a renunciar a la cena del Pana Rock y me mandó directa a la cama.

(Julia al teclado para terminar de plasmar las aventuras del finde ante la trágica baja de mi estimada compañera Palomalo, quien, como ya habréis adivinado y como advirtió un asombradísimo Pepe el sábado por la noche, pasó unas cuantas horas del anteriormente descrito color verde blanquecino.)

Poco se perdió la enfermita de un sábado noche en el que el resto de nuestros compañeros se empeñó en demostrar su idoneidad para ocupar las mejores habitaciones de cualquier geriátrico. Una retirada masiva y Tats y yo nos encontramos mano a mano, postradas en la barra del bar donde la noche anterior se habían vaciado las copas a un ritmo frenético. Sería cosa de la insolación. Tats se acabó su cerveza a medio tomar y nos dispusimos a recuperar fuerzas para el día siguiente, cuando iríamos a batir nuestros quetzales contra los negociadores más experimentados del famoso mercado de Chichicastenango.

Y así fue. Después de incontables y cerradísimas curvas, y una vez bien provistas las carteras de recursos económicos, por fin llegamos a ese laberinto de turistas y puestecitos de coloridos souvenirs que es Chichicastenango. Encontramos de todo: mochilas y manteles, cinturones y pantucos, bolsos y bolsas, más manteles, cintas para el pelo, collares y pulseras... Aquello era un arco iris de objetos típicos, el escenario perfecto para el timo perfecto. Ya nos habían advertido: de cuanto os pidan por cada cosa, pagad un tercio del precio. 

Y con tal sabio consejo en mente, nos adentramos en las estrechas y abarrotadas callejuelas del mercado. El grupo de esadinos no tardó más de tres segundos en dispersarse entre sus diversas ramificaciones, absorbidos tras alguna cortina de manteles o de collares de cuentas. Yo, personalmente, no tenía mucha fe en el negoci, pues según muy equivocadamente pensaba odio regatear. Al final del recorrido, no sólo me lo pasé como una enana regateando con los "amigos" de los puestos, sino que descubrí que me encanta el regateo y pelear por unos míseros quetzales (ya sabéis que acá con diez quetzales uno se financia un cubalibre, no hay que despilfarrar). Además, a lo largo de la mañana, Robert y yo desarrollamos una estrategia infalible que nos permitió hacernos con una variadísima selección de los tan anhelados souvenirs sin que nuestras carteras se resintieran demasiado: fuera cual fuera el precio que nos pidieran de entrada, acabar pagando la mitad por el doble de mercancía. No falla. A Víctor, su planteamiento de proponer el precio correspondiente a un amigo de la infancia no le resultó tan exitoso, por lo que se fue de Chichi sin cerrar la transacción más importante para la que había acudido al mercado: la compra de la típica mochila de cuero con bordados indígenas (en vista de que la mía ha resultado apestar a camello saharaui, quizás Víctor haya estado de lo más acertado en su abstención). En cuanto a la convaleciente Palo, numerosos fueron mis intentos de que renunciáramos a la excursión para volver en otra ocasión, pero todos ellos inútiles, pues la única respuesta que salía de su boca se le acercara quien se le acercara era: "No, quiero comprar".

Chichi, pues, check. Regresamos a Huehue pasando por Quiché en un pestilente microbús en el que conocimos a dos entrañables estudiantes franceses que volvían a México tras unas semanas aprendiendo español en territorio chapín. ¡Cómo mola toparse con mochileros en los rincones más recónditos de este mundo! Y con ello culminó nuestra última aventura por el momento. No se pierdan la próxima entrega de Memorias de Huehuetenango.


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